- Una caja de Gelocatil, por favor.
- ¿Lo quieres genérico?
- Vale, es igual, no?
- Sí, la composición es exactamente la misma, lo que ocurre es que lleva el doble de pastillas que la caja de Gelocatil y cuesta lo mismo.
- Entonces, en realidad es como si costara la mitad.
- Pues sí, cuesta la mitad, pero te sorprendería ver la cantidad de gente que piensa que si no se lleva el Gelocatil la pastilla no le hace nada de efecto, y prefieren pagar más.
¿Cómo las marcas han conseguido calarnos hasta límites así de ridículos? ¿Cómo tienen el poder de ser más fuertes que la razón y la lógica?
Conscientes de eso, claro, las grandes empresas apuestan por hacer que nuestros ojos las vean, de modo que nos familiaricemos con ellas hasta tal punto que nos parezca una traición comprar una marca diferente, y no nos fiemos de las cosas cuya marca no conocemos.
En ciudades como Madrid esta tendencia se observa cada vez más en los espacios públicos. El cine Rialto, que estaba situado en la Gran Vía, pasó a llamarse Teatro Movistar, y el Teatro Calderón, que está en una esquina de la plaza Jacinto Benavente, ahora se llama Teatro Häagen Dazt.
Y parece que la nueva tendencia es que los bancos se dediquen a ocupar los nombres de los eventos deportivos. Resulta que el Gran Premio de Fórmula 1 de Monza ahora se llama Gran Premio Santander D’Italia. Si de algo servía un premio de automovilismo, (además de contaminar, claro) era que daba una pequeñita lección de geografía, que ahora ha sido sustituida por una lección de en qué banco meter tu dinero.
"hay razones sobradas para afirmar que cualquier modalidad de globalización que pueda imaginarse, por benignos que sean sus propósitos, reclama de forma inexorable elites directoras, flujos jerárquicos y procesos de uniformización que invitan como poco al recelo y, tal vez, y más aún, a un franco rechazo, tanto más cuanto que no es improbable que por detrás de filantrópicos proyectos se escondan realidades poco edificantes."
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